Routine es uno de esos proyectos cuya sola existencia ya resulta casi milagrosa. Concebido hace más de una década y desaparecido durante años en un silencio que muchos interpretaron como abandono definitivo, su lanzamiento no solo sorprende, sino que termina validando una visión creativa que nunca se diluyó. Lejos de sentirse como una reliquia tardía o un experimento inacabado, el resultado final demuestra una maduración paciente y una claridad de propósito poco habitual, especialmente considerando el reducido tamaño del equipo responsable. Desde el primer momento, queda claro que Routine apuesta por la atmósfera por encima de cualquier artificio. Su estética retrofuturista, inspirada en la ciencia ficción clásica, se apoya en una dirección artística extremadamente cuidada, donde cada objeto, cada superficie y cada fuente de luz parecen colocados con intención.
No se trata de un despliegue técnico deslumbrante, sino de una coherencia visual que convierte incluso los espacios más simples en escenarios cargados de tensión. La optimización es notable, logrando un rendimiento fluido sin sacrificar identidad visual, algo que refuerza la sensación de estar ante un producto pulido y consciente de sus límites. El diseño sonoro es, sin exagerar, uno de los pilares fundamentales de la experiencia. Routine entiende el sonido no como acompañamiento, sino como una herramienta narrativa y mecánica. Los ecos metálicos de la estación, las voces distantes que emergen de los altavoces, el movimiento de las máquinas y los silencios prolongados construyen una sensación de paranoia constante. Jugar con audífonos no es una recomendación opcional, sino casi una condición necesaria para apreciar el nivel de inmersión que propone el título. El terror aquí no se apoya en sobresaltos fáciles, sino en la anticipación y la duda permanente.
En términos jugables, Routine adopta un enfoque deliberadamente austero. No hay armas, no hay indicadores claros, no hay mapas ni sistemas que guíen al jugador de forma explícita. La exploración, la observación y la memoria se convierten en las verdaderas mecánicas centrales. Cada decisión parece incorrecta, cada ruta potencialmente peligrosa, y esa falta de control es precisamente lo que alimenta el miedo. Los enemigos se confunden con el entorno, los espacios seguros no están claramente delimitados y esconderse implica improvisar con lo que ofrece el escenario, no recurrir a soluciones predefinidas. El juego rehúye cualquier tipo de “mano extendida” al jugador. Routine confía en su capacidad de deducción y exige atención constante. Su lenguaje interno no es inmediato y aprenderlo requiere paciencia, pero una vez interiorizado, la progresión se vuelve profundamente satisfactoria.
Los rompecabezas no destacan por su complejidad abstracta, sino por cómo obligan a observar el mundo con detenimiento y a recordar detalles aparentemente triviales. Resolver una situación genera una sensación genuina de inteligencia y recompensa, ya que el juego nunca recurre a trucos injustos ni a soluciones arbitrarias. Esta filosofía se extiende también a la estructura narrativa. La historia se cuenta a través del entorno, de pequeños detalles y fragmentos dispersos que invitan a la interpretación. No hay explicaciones directas ni exposiciones forzadas, sino un relato que se construye lentamente a partir de lo que el jugador decide observar y conectar. Esta aproximación refuerza la sensación de soledad y abandono, y posiciona a Routine como una experiencia más cercana a la ciencia ficción existencial que al horror tradicional.
No obstante, el juego no es completamente homogéneo en su impacto. A medida que avanza, introduce un punto de inflexión que divide claramente la experiencia en dos mitades. Aunque la segunda parte sigue siendo sólida y mantiene el nivel de calidad general, pierde parte de la sorpresa y la tensión inicial que definían las primeras horas. No se trata de una caída abrupta ni de una decepción, sino de un contraste inevitable frente a un inicio que establece expectativas muy altas.